Por
fin había logrado encontrar la silla del avión y medio acomodarme. Tenía una “pinta”
poco adecuada para cargar todos los bolsos de mano, mejor parecía una vendedora de mercachifles. ¿Pero cómo no, si
me iba del país?
Con
una buena dosis de aguardiente, acababa de despedirme de la familia que se convirtió
en la mía después de convivir más de cinco años, del casi único amigo que
conservo desde la universidad, de una mis mejores amigas veteranas que me dejó
varias enseñanzas, y de una de mis hermanas, la que siempre se portó como mi
mamá y aceptó que yo y mi personalidad no teníamos remedio.
Así
que con la cara marcada por el paso de las lágrimas, logré sentarme en la silla
al lado del pasillo, y justo en ese momento apareció la persona que ocuparía la
de la ventana, agarré todo lo que tenía sobre mis piernas y le permití entrar,
saludé y enseguida habló la auxiliar de vuelo para anunciar que si alguien cedía
su cupo, sería recompensado con un tiquete internacional, una noche en un buen hotel
de Bogotá y la promesa de embarcarlo hacia Santiago de Chile al día siguiente a
la misma hora por la misma aerolínea. Creo que la mujer no terminó de hablar
cuando este muchacho ya había casi que saltado por encima de mis piernas
diciendo: “Permiso, me quedo”.
Cinco
minutos después, él estaba de vuelta con una sonrisa de resignación y diciendo “alguien
me ganó”. Así que ahí empezamos a hablar. Conté una parte de mi historia y él a
su vez, hizo lo mismo con su acento chileno. Christoffer estudiaba medicina, venía
de Costa Rica de visitar a su hermano que vive en ese país, había pasado la
noche anterior en ciudad de Panamá con la misma oferta que acababa de lanzar la
voz sensual, así que no tenía afán de llegar por lo que si le daban otra noche,
esta vez en la fría capital de Colombia, él estaría feliz. Ya había visitado Medellín
y al parecer la belleza colombiana lo había deslumbrado, entonces un segundo “caldo
de ojo” no le vendría mal. Pero las cosas no le salieron y a cambio le tocó
sentarse al lado de una mujer que había revuelto sus sentimientos, las ansias
de nueva vida y su pasado, con unos peligrosos tragos de aguardiente.
Después
de mucho intercambio de historias acompañadas de extrañas palabras como cachai
(entendiste), polola (novia), ya po (si pues)… recuerdo claramente la frase “no
te preocupes, yo te llevo al hotel, a mi me van a recoger”. Cuando escuché eso,
dije para mí misma: “si como no, pura mentira”. Caí rendida de sueño y desperté
con la alerta de que en 20 minutos estaríamos en la ciudad de Santiago de
Chile. Salude a mi compañero de conversaciones. Hicimos todo el proceso de
desembarque, él como todo un caballero esperó a que salieran las tres maletas
en las que yo había intentado empacar la vida, todas con sobre peso, así que las
tomó, las acomodó e incluso subió una en su carro: “!justo esa maleta!”.
Un
amigo colombo suizo, me había dejado una de esas valijas que se abren con
clave, como la vi tan resistente le metí de todo, al final la cerré y al
intentar abrirla para verificar una vez más que los números eran los correctos,
¡nanais cucas!, no abrió, ¡Deo meo jesu!. En Colombia, por el cansancio de los
últimos días había decidido no pensar más en el tema, pero al ver a Christoffer
tan voluntarioso con las manos justo en esa maleta, se me vinieron miles de
videos a la cabeza: ¿Y si me piden abrirla? ¿Y si la tienen que romper? y
claro, los minutos aceleraron los miedos de colombiana inocente, ¿Y si creen
que soy una traficante de drogas? ¿Este hombre qué va a pensar?
Cruzamos
inmigración y nada pasó. Cuando el alma me volvió al cuerpo, su propuesta de
llevarme al hotel seguía en pie. Salimos y ahí lo esperaba Pablo, su primo y
por lo que percibí, un cómplice, amigo y casi hermano. Los dos muchachos
acomodaron toda la carga en su pequeño auto. En el camino, mientras miraba la
primera avenida de la ciudad y el país en el que viviría, pensaba en que estaba
con dos desconocidos viajando a lo desconocido; ellos al tiempo lanzaban bromas
como “Francy, esto es un secuestro” y reían, sin embargo, estaba tranquila.
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Christoffer y Pablo |
Y
así fue, media hora más tarde, estaba en algún lado de la ciudad con dos hombres
que me explicaban que ese apartamento se ocupaba ocasionalmente, así que me
pasaron unas llaves, 20 mil pesos chilenos por si las moscas (dinero que
equivale a 80 mil pesos colombianos aproximadamente), me indicaron cómo regresar
al hotel en la tarde y ahí me dejaron.
Este
sólo fue el inicio de la historia con Christoffer y Pablo. Durante varios días
traté de ponerme de acuerdo para devolverles el dinero y las llaves del
apartamento.
Lograr la vida de residente, aunque sea temporal
En
chile es relativamente fácil realizar los trámites para dejar de ser turista y
pasar al eslabón de los privilegiados con visa de residente temporario, en
palabras más simples, esta condición permite obtener un año en el país, un
número de RUT, facilita encontrar un trabajo y luego la posibilidad de quedarse
definitivamente.
Como
turista, el tiempo de estadía se limita a tres meses, luego se debe abandonar el
país. Tenía mis documentos al día porque en Colombia había hecho el viacrucis
completo por el Ministerio de Educación, del Exterior y la embajada de Chile, y
claro, a los dos últimos les dejé una buena porción de dinero, además de un mes
de madrugadas, viajes para un lado y otro, filas interminables, espera de
turnos con 150 personas antes de mi, entre otros episodios comunes de los trámites
de mi país. Finalmente, en Chile el proceso se redujo a cinco minutos en el Ministerio
del Exterior donde le pusieron el último sello a los documentos.
Con
todo esto hecho, para obtener la visa temporaria para profesionales sólo
faltaba una oferta laboral, ni siquiera un contrato, sólo una oferta que me
pudiera hacer algún buen samaritano, pequeño empresario o cualquier chileno con
un negoció de algo. La pregunta era: ¿quién me iba a hacer semejante favor?
Tanto
en teoría como en la práctica el trámite es sencillo para la mayoría de los profesionales extranjeros: el dueño de la
empresa o representante legal debe elaborar un documento de una o dos páginas en
el que dice a la oficina de Extranjería que si la Señorita Francy obtiene la
visa de residente, él muy lindo, la contratará por más seis meses para hacer la asesoría de comunicaciones de su empresa. Además, de especificar el horario de trabajo,
el pago, y finalmente, llevarlo a una notaría para autenticar su firma, ¡y
listo el pollo!
Eso
era todo, pero conseguir quién lo hiciera no era tan fácil. Cada que tuve una
pequeña oportunidad, traté de explicar que era un trámite que para nada obligaba
a la empresa o el representante a darme un trabajo, que sólo era un requisito
para demostrar que tenía posibilidades de empleo en este país.
Y
aquí es donde los dos hombres de mi primer día en Chile vuelven a escena. Un
día me llamaron para preguntar cómo iban las cosas, así que les conté mi
preocupación y ellos lanzaron la opción de ayuda a través de la empresa que
representaba uno de sus familiares.
Antes
de que eso pasara, la visa de turista ya estaba llegando a su fin, así que
alisté maletas y crucé a Mendoza en Argentina para obtener “otra vida” de tres
meses en Chile.
Días después, llegó a mi casa la carta de salvación y con ella inicié los trámites. Ese fue el documento que me ha dado un año de tranquilidad en este país y un RUT que para mí es el código de barras con el que digo: si, ese número soy yo, Francy.
Ah,
las llaves del apartamento y los 20 mil pesos, aun esperan en mi billetera. Por
cosas de la vida, no me he visto con Christoffer y Pablo, me imagino que el día
a día nos consume a cada uno. Pero eso sí, ellos y yo sabemos que nos unen
cosas grandes como la ayuda y la solidaridad.