domingo, 27 de abril de 2014

¡SE LE HACE, PARA LAS QUE SEA SU MERCÉ!


Los gritos del conserje fueron claros: ¡una urgencia! ¡Una urgencia!, detrás de ese llamado desesperado, salieron tres paramédicos y el doctor. De una camioneta unos hombres bajaron a otro envuelto en unas sábanas que ya no soportaban el intenso rojo de la sangre, inmediatamente lo colocaron en una camilla y ahí pude ver la magnitud de lo que pasaba: su brazo izquierdo sólo estaba sostenido por el músculo de la espalda, casi colgaba. La sangre marcó el camino hasta la sala urgencias de ese cuerpo con alma que parecía más del otro lado que de este.

Al estilo de crónica amarillista fue el episodio de mi último día de trabajo como recepcionista en un centro de atención a enfermedades y accidentes del trabajo. ¿Cómo llegué ahí? Después de la distribución de mi currículum sencillo, la llamada telefónica de una mujer con un interesante acento, palabras pausadas y bien pronunciadas, interrumpió el único y primer día de trabajo en el “restaurante fantasma”, me preguntó por mi estado laboral y me citó para el lunes muy temprano en la mañana.

El trabajo consistía en hacer un reemplazo administrativo de dos personas que se iban de vacaciones y que sumaban seis semanas en total, primero como  secretaria y luego en la recepción de pacientes. Me ofrecían la oportunidad porque la chica que lo iba a hacer, estando a un pelo de firmar el contrato, no encontró el diploma que certificaba sus estudios, así que fui la alternativa.

En cuatro días recibí un entrenamiento exhaustivo de diversas actividades que contemplaban el manejo de unos programas digitales para la recepción de los pacientes que acuden al centro, subir los documentos suministrados por cada uno de ellos, analizar el estado y proceso de sus licencias, revisar las empresas afiliadas, archivar las historias clínicas, entre otras. También, en el envío y recepción del correo físico, manejo del teléfono y las respuestas adecuadas a las múltiples llamadas. Mi libreta de anotaciones estaba llena de esos pequeños detalles de los que se encargan las secretarias y en los que uno nunca se fija.

El lugar compuesto por una pequeña sala de urgencias, una de rayos X y otra de rehabilitación, atiende a una gran cantidad de personas que trabajan en las empresas de la municipalidad de Paine. Este es un pueblo con más de 64 mil habitantes de los cuales un tercio habitan en la zona rural. Ubicado a 40 kilómetros de Santiago, es un importante centro de la agroindustria de la zona centro de  Chile como empresas agrícolas, procesadoras de alimentos, de semillas, viñedos….

El pequeño pero bien distribuido lugar estaba comandado por la chilena que me había llamado. Su acento obedecía a los cerca de 30 años que vivió en Brasil. Con sus historias tropicales me trasladó muchas veces a esos lugares de temperaturas elevadas, cuerpos candentes y calor humano que por estos lados del mundo son escasos.

Su equipo estaba compuesto por un médico general que le gustaba hacerme tallas (molestarme, hacerme bromas) con típicas frases de novelas colombianas que se ven por estas latitudes: “usted a mi me respeta”; tres paramédicos que insistieron en imitar mi acento hasta que lograron decir, o mejor, cantar: “Sí señor, siéntese que ya lo atienden”; una secretaria general que conocía al derecho y al revés lo que se debía hacer; el hombre de la recepción con 25 años de experiencia que le permitían saber exactamente cuando alguien se inventaba un dolor para tener días libres; y la señora de los servicios generales que me inundó con su sonrisa, inmensa formalidad y disposición “con lo que se le ofrezca señorita”.

Las primeras tres semanas las pasé en el lugar de la secretaria general. En menos de lo que canta un gallo, esta alma despistada se volvió una dura para contestar el teléfono, pasar las llamadas a los funcionarios, atender las inquietudes de los pacientes que preguntaban por el proceso o pago de sus licencias y  los documentos que les hacía falta, enviar la correspondencia y otro buen número de actividades, (no crean, suena sencillo, pero todo eso al mismo tiempo es cosa jodida para un espíritu chocarrero como el mío). Claro, el pacífico trabajo lo acompañé de un pequeño sacrificio: tratar de vestirme seria o sobria para un lugar al que acudían muchos pacientes. Tarea bien complicada, pero no imposible.

La llegada de la secretaria interrumpió ese tiempo calmado y pasé a reemplazar al recepcionista. En mi nuevo lugar de trabajo, sentí todo el peso de aquel aparentemente tranquilo lugar. Estar en la entrada fue el equivalente a recibir el dolor de cada uno de los pacientes que acudía con una historia contada a través de las impuestas y triviales preguntas; relatos que iban desde la picadura de una abeja, pasaban por dolores crónicos en la espalda, en las manos, sobresfuerzo, agotamiento físico, hasta fracturas y heridas en diferentes partes del cuerpo.

Cada historia clínica la debía encabezar con la frase “Paciente refiere que…” y complementarla con la narración de su dolencia o accidente laboral: “…estaba limpiando un lugar de la empresa cuando le cayó un gato mecánico que le aplastó el dedo medio de la mano izquierda”.

Esa fue una de las historias más fuertes que tuve que redactar. Mientras uno de los paramédicos limpiaba el dedo incompleto en el que observé las pequeñas arterias aplastadas y una uña ausente, el rostro de 50 años conservó la fuerza y  lucidez para proporcionar datos personales como nombre completo, número de teléfono y dirección. Así que en un acto de esos en los que a uno se le sale la humanidad, le pregunté si quería que llamar a su esposa, él respondió que era mejor no preocuparle y que esperaría a que se calmara la situación.

Confieso que en más de una ocasión me hubiera gustado escribir: “Paciente refiere que deje de hacerle tantas preguntas maricas, pendejas o huevonas, y que por favor el médico lo atienda a la brevedad, puesto que el dolor es tan HP (hijo de puta) que ya no se lo aguanta más”.

Cada día desfilaban personas con diferentes tipos de accidentes, sin embargo los que más me impactaban eran las frecuentes fracturas y heridas en los dedos; algunos, como diría en mi buen lenguaje colombiano: totalmente cocidos ó remendados. Conocí el caso de un joven que manipulaba una guillotina y se amputó tres dedos “de un solo tiro”, el paramédico los recogió en el lugar del accidente y en un hospital de Santiago los colocaron de nuevo. Estos hombres, gracias al toque de la medicina actual, llegaban al pequeño centro con el fin de continuar su tratamiento con largas terapias de kinesiología para recuperar la movilidad parcial o total, y lo más importante, el trabajo con el que sustentaban sus familias.

Esta interacción me permitió conocer un poco del contexto. Aspectos como la explotación a la que se ven sometidos una buena porción de los trabajadores que se ganan el sueldo mínimo de 210 mil pesos chilenos (820 mil pesos colombianos aproximadamente), dinero con el que sobrevive una familia que debe pensar en atuendos adecuados para las cuatro estaciones que incluyen un invierno cruel para el que la arquitectura de sus viviendas no responde a las bajas temperaturas. Además, viven en un país en donde la gasolina, el transporte público y algunos alimentos igualan los precios de naciones europeas. Sumado a eso, siempre que les preguntaba por su hora de ingreso y salida del trabajo, me respondían: “Señorita, siempre entro a las ocho, pero nunca sé a qué horas saldré, ponga la hora que está en el contrato”.

El evento con el que inicié esta historia no pudo ser registrado mediante mis monótonas preguntas, la gravedad del accidente fue controlada por el médico y paramédicos y una vez estable fue trasladado a un hospital de Santiago. Un charco de sangre y una sensación de impotencia dejó aquel hombre que no había tomado las precauciones necesarias mientras metía un trozo de madera en una gran máquina con cintas, lo que propició que estás le agarraran el brazo hasta casi arrancárselo. Horas después nos confirmaron la amputación.

Así finalizaron las seis semanas en los que consolidé dos nuevos clones: secretaria y recepcionista. Pero también, en los que interactué con personas que como en mi país, reflejan la desigualdad social de un Chile que proclama desarrollo, pero que al final, corre sin freno arrojando a las orillas los rezagos de aquellos que tratan de sobrevivir a ese monstruo.

Y la ñapa: Mi pequeña pesadilla

Esta historia es como cuando uno no se fija en la letra pequeña y después le proporciona grandes dolores de cabeza:

Mientras trabajaba en mis nuevos roles, la pesadilla de mi contrato laboral tomaba forma. Por alguna razón que aun no acabo de entender, algunas empresas en Chile han dejado en manos de terceros la contratación de personal, y en especial para trabajos transitorios. Pues a mí me contrató una que promulgaba en su nombre el “vínculo con lo humano” pero que al final resultó  inhumana.

Al principio me llamó una mujer para darme la dirección del lugar al que tenía que ir a firmar el contrato, una vez que reparó en mi acento preguntó: “usted cuenta con la residencia definitiva?” a mi no como respuesta, ella agregó: “lo lamento pero es política de la empresa no contratar a extranjeros que no cuenten con la residencia definitiva (más de cinco años en el país). Sólo pensé en los desafortunados que como yo que recibían semejante llamada para escuchar algo que los dejaba por fuera del panorama laboral.

Finalmente, la misma mujer me volvió a llamar para contarme que en mi caso si seria contratada; las intervenciones de mi jefe inmediato habían surtido efecto.

La pesadilla volvió con el pago del primer mes. Llegó la mitad del sueldo y siete bonos para el almuerzo acompañados de una liquidación que justificaban el descuento del dinero con un seguro de salud privada que supuestamente yo había contratado, se denominaba Más vida y tiernamente le llamé MENOS VIDA.

El reclamo y arreglo del problema me valieron varios emails en los que descargué mi furia y un viaje a Santiago, donde me entregaron el resto de los bonos de los almuerzos con una excusa bien tonta: “ay, ¿sólo te llegaron siete bonos? Que raro, yo envié todos”; ¡jum, si como no!.


Dos semanas después obtuve el resto de mi pago. Hace más de un mes y medio que terminé el trabajo, sin embargo, mi pesadilla con los contratistas inhumanos no termina, aun no me cancelan las horas extras. 


sábado, 12 de abril de 2014

UN DÍA EN EL RESTAURANTE FANTASMA


“Es mejor que salga por la puerta de atrás, se vería muy mal si la ven salir por el frente”. Yo era la mesera de un restaurante, o más específicamente, la “ayudante de garzón”, ¡no un cliente!

Un día, cansada de postular a tantas ofertas afines a mi carrera y de ver que no resultaba nada, decidí redactar un currículum sencillo para obtener un trabajo sencillo.

En un primer documento describí que era Comunicadora social y eliminé el Periodista porque aquí en Chile, con la primera frase casi nadie entiende lo que estudié y con la segunda recibo comentarios como “Aquí hay muchos periodistas, ojalá consiga algo”. Luego, conté brevemente que había realizado estudios en inglés y rematé con un perfil en el que resaltaba capacidades para atender al cliente, responsabilidad, respuesta inmediata y curiosidad por aprender.

Este modelo de currículum tuvo como destino los restaurantes, supermercados y cualquier lugar con cara de necesitar alguien para el trabajo de mesera, secretaria ó recepcionista.
Luego, elaboré otros antecedentes más sencillos aun en los cuales explicaba que llevaba un tiempo en Chile y que me había desempeñado como asesora del hogar (empleada doméstica), por lo que estaba en capacidad de realizar cualquier trabajo básico.

El sencillo documento tuvo como destino las fábricas que rodean el sur de la región Metropolitana del país, lugar en el que actualmente vivo, y al que se desplazan  muchos chilenos para trabajar por temporadas en los campos de maíz, girasoles, viñedos, seleccionando y empacando frutas, entre otras actividades.

Después de unas semanas destinadas a esta operación, recibí la primera oferta de trabajo a la que sin dudar dije sí. Consistía en ser “ayudante de garzón”, es decir, ayudante del mesero en un restaurante cuyo nombre estaba compuesto por la palabra Triángulo. El dueño del lugar, un hombre que tomaba café como si se le fuera a acabar el mundo y  con ojos desorbitados (me imagino que por efecto de la cafeína),  me explicó que si aprendía rápido me ascenderían a “garzona” y con esto, los ingresos mensuales subirían considerablemente porque tendría derecho a las propinas que dejan los clientes.

Sin más explicaciones acudí a mi primer día de labores a las 12 en punto: limpiar ventanas, barrer, trapear, secar platos, utensilios y un listado de oficios que ya había practicado bastante en mi rol como ama de casa.

Aunque no soy especialista en restaurantes, mientras limpiaba, observé algunos detalles del lugar como los precios para una clase social acomodada, agradable para un buen almuerzo o una cena tranquila,  una sala amplia, un menú con la variedad de las carnes chilenas y con un especialista para prepararlas, un bar tentador con varios cocteles, un chef con ayudante, entre otros.

En mi segunda hora de trabajo recibí el primer llamado de atención; se me ocurrió colocar una botella de agua y el termo en el que tomo mate en un lugar discreto del bar, fue la primera y única vez que el jefe de salón me habló: “Esto quítelo de aquí, no puede tomar bebidas y menos frente a los clientes”, sólo miré hacia el frente y aun no habían clientes. Luego enfatizó, “Sus cosas déjelas atrás en el  casillero”.

Un poco confundida, seguí las labores que durante las siguientes tres horas consistieron en estar parada frete a las mesas a las que acudió solo un hombre al que por su aspecto de “gringo”, el jefe de salón se le tiró en caída libre, lo confundió con un  estadounidense y empezó a bombardearlo con frases en inglés a las que él respondió en un español claro enfatizando que era de Brasil y que por supuesto hablaba nuestro idioma. Creo que sentí pena ajena.

En esas horas en las que me salieron raíces, no me quedó otra alternativa más que explorar la vida de los otros tres compañeros de labores. Dos mujeres y un hombre entre los 18 y 21 años que habían terminado el colegio, una de ellas hablaba inglés y estaba juntando las “lucas” (dinero) para irse a estudiar a Estados Unidos. El otro, un chico que llevaba tres meses de ayudante de garzón y que por esas cosas extrañas de la vida, el dueño no lo ascendía a garzón, aunque conocía muy bien el funcionamiento del restaurante.

Las primeras cuatro horas de trabajo se habían pasado en medio de ese mundo que me ofrecía un almuerzo y un descanso de dos horas y media para retomar ánimo y hacer el siguiente turno de las siete a las once de la noche. Ya había aprendido a “cuchariar” es decir, con dos cucharas tomar el pan y colocarlo en la mesa de los clientes y a hacer las mezclas para las ensaladas.

En el tiempo del almuerzo, como si se tratara de una caja de regalos, las chicas pusieron sobre la mesa destinada para los empleados, una bola de helado de chocolate y una ensalada César, era lo que habían “pescado” de lo que los clientes dejan intacto en los platos, y que para ellas, era un manjar que no se podía dejar a la basura.

En medio de todo este pequeño espectáculo, el dueño del restaurante nuevamente con sus ojos de loco, me comentó en un tono preocupado el tema de mi contrato. El hombre no entendía cómo había obtenido la visa de residente sin tener un vínculo laboral con una empresa. Traté de explicarle que para los profesionales era diferente, que revisara en la página de Extranjería, que leyéramos entre los dos,  pero él simplemente no captó nada hasta el punto en el que me hizo saber que no era necesaria ninguna exposición por parte mía, que él entendía de sobra cómo se hacían los trámites para extranjeros porque había trabajado con peruanos. Al final lo dejé, al parecer, estaba muy cerrado en sus ideas y conocimientos.

Llegó la noche y un turno eterno en el que se ocuparon dos mesas del lugar. Uno de los clientes dejó una jugosa propina en efectivo, episodio que me aclaró que en ese establecimiento el dinero físico era para el mesero, pero las propinas pagadas con cheques, tarjetas débito ó crédito, se destinaba un 30% para el dueño del restaurante y el resto para todos los trabajadores. Por supuesto, ni al dueño, ni al jefe de salón les agradó que la “garzona” se quedara con ese dinero.

El balance del día fue sencillo: ¿Cuáles eran los clientes que me verían tomando agua o mate? ¿Quién se iba a alertar con mi salida por el frente del restaurante? ¿Cómo me iban a pagar el sueldo?.

En el largo rato sin hacer nada, los compañeros me contaron que en los casi cuatro meses que llevaban trabajando en el lugar, la situación era similar todos los días, siempre con pocos clientes y que ellos se iban porque las largas jornadas les impedía disfrutar de otras actividades, pues estaban descansando sólo los lunes y no tenían derecho a ni un solo fin de semana libre en el mes, prácticamente estaban viviendo para ese lugar que les proporcionaba un sueldo mínimo.

Una llamada interrumpió la conversación, era otra oferta de trabajo, esa fue la campana que me sacó del restaurante fantasma, de aquel lugar que parecía perdido en el pequeño Triángulo de las Bermudas de Chile.


Me gusta pensar que algún día volveré ahí, no a trabajar, si no para cobrar con una cena el equivalente de mi único día de trabajo, claro, ¡si antes no han cerrado el lugar por fantasma!.