sábado, 12 de abril de 2014

UN DÍA EN EL RESTAURANTE FANTASMA


“Es mejor que salga por la puerta de atrás, se vería muy mal si la ven salir por el frente”. Yo era la mesera de un restaurante, o más específicamente, la “ayudante de garzón”, ¡no un cliente!

Un día, cansada de postular a tantas ofertas afines a mi carrera y de ver que no resultaba nada, decidí redactar un currículum sencillo para obtener un trabajo sencillo.

En un primer documento describí que era Comunicadora social y eliminé el Periodista porque aquí en Chile, con la primera frase casi nadie entiende lo que estudié y con la segunda recibo comentarios como “Aquí hay muchos periodistas, ojalá consiga algo”. Luego, conté brevemente que había realizado estudios en inglés y rematé con un perfil en el que resaltaba capacidades para atender al cliente, responsabilidad, respuesta inmediata y curiosidad por aprender.

Este modelo de currículum tuvo como destino los restaurantes, supermercados y cualquier lugar con cara de necesitar alguien para el trabajo de mesera, secretaria ó recepcionista.
Luego, elaboré otros antecedentes más sencillos aun en los cuales explicaba que llevaba un tiempo en Chile y que me había desempeñado como asesora del hogar (empleada doméstica), por lo que estaba en capacidad de realizar cualquier trabajo básico.

El sencillo documento tuvo como destino las fábricas que rodean el sur de la región Metropolitana del país, lugar en el que actualmente vivo, y al que se desplazan  muchos chilenos para trabajar por temporadas en los campos de maíz, girasoles, viñedos, seleccionando y empacando frutas, entre otras actividades.

Después de unas semanas destinadas a esta operación, recibí la primera oferta de trabajo a la que sin dudar dije sí. Consistía en ser “ayudante de garzón”, es decir, ayudante del mesero en un restaurante cuyo nombre estaba compuesto por la palabra Triángulo. El dueño del lugar, un hombre que tomaba café como si se le fuera a acabar el mundo y  con ojos desorbitados (me imagino que por efecto de la cafeína),  me explicó que si aprendía rápido me ascenderían a “garzona” y con esto, los ingresos mensuales subirían considerablemente porque tendría derecho a las propinas que dejan los clientes.

Sin más explicaciones acudí a mi primer día de labores a las 12 en punto: limpiar ventanas, barrer, trapear, secar platos, utensilios y un listado de oficios que ya había practicado bastante en mi rol como ama de casa.

Aunque no soy especialista en restaurantes, mientras limpiaba, observé algunos detalles del lugar como los precios para una clase social acomodada, agradable para un buen almuerzo o una cena tranquila,  una sala amplia, un menú con la variedad de las carnes chilenas y con un especialista para prepararlas, un bar tentador con varios cocteles, un chef con ayudante, entre otros.

En mi segunda hora de trabajo recibí el primer llamado de atención; se me ocurrió colocar una botella de agua y el termo en el que tomo mate en un lugar discreto del bar, fue la primera y única vez que el jefe de salón me habló: “Esto quítelo de aquí, no puede tomar bebidas y menos frente a los clientes”, sólo miré hacia el frente y aun no habían clientes. Luego enfatizó, “Sus cosas déjelas atrás en el  casillero”.

Un poco confundida, seguí las labores que durante las siguientes tres horas consistieron en estar parada frete a las mesas a las que acudió solo un hombre al que por su aspecto de “gringo”, el jefe de salón se le tiró en caída libre, lo confundió con un  estadounidense y empezó a bombardearlo con frases en inglés a las que él respondió en un español claro enfatizando que era de Brasil y que por supuesto hablaba nuestro idioma. Creo que sentí pena ajena.

En esas horas en las que me salieron raíces, no me quedó otra alternativa más que explorar la vida de los otros tres compañeros de labores. Dos mujeres y un hombre entre los 18 y 21 años que habían terminado el colegio, una de ellas hablaba inglés y estaba juntando las “lucas” (dinero) para irse a estudiar a Estados Unidos. El otro, un chico que llevaba tres meses de ayudante de garzón y que por esas cosas extrañas de la vida, el dueño no lo ascendía a garzón, aunque conocía muy bien el funcionamiento del restaurante.

Las primeras cuatro horas de trabajo se habían pasado en medio de ese mundo que me ofrecía un almuerzo y un descanso de dos horas y media para retomar ánimo y hacer el siguiente turno de las siete a las once de la noche. Ya había aprendido a “cuchariar” es decir, con dos cucharas tomar el pan y colocarlo en la mesa de los clientes y a hacer las mezclas para las ensaladas.

En el tiempo del almuerzo, como si se tratara de una caja de regalos, las chicas pusieron sobre la mesa destinada para los empleados, una bola de helado de chocolate y una ensalada César, era lo que habían “pescado” de lo que los clientes dejan intacto en los platos, y que para ellas, era un manjar que no se podía dejar a la basura.

En medio de todo este pequeño espectáculo, el dueño del restaurante nuevamente con sus ojos de loco, me comentó en un tono preocupado el tema de mi contrato. El hombre no entendía cómo había obtenido la visa de residente sin tener un vínculo laboral con una empresa. Traté de explicarle que para los profesionales era diferente, que revisara en la página de Extranjería, que leyéramos entre los dos,  pero él simplemente no captó nada hasta el punto en el que me hizo saber que no era necesaria ninguna exposición por parte mía, que él entendía de sobra cómo se hacían los trámites para extranjeros porque había trabajado con peruanos. Al final lo dejé, al parecer, estaba muy cerrado en sus ideas y conocimientos.

Llegó la noche y un turno eterno en el que se ocuparon dos mesas del lugar. Uno de los clientes dejó una jugosa propina en efectivo, episodio que me aclaró que en ese establecimiento el dinero físico era para el mesero, pero las propinas pagadas con cheques, tarjetas débito ó crédito, se destinaba un 30% para el dueño del restaurante y el resto para todos los trabajadores. Por supuesto, ni al dueño, ni al jefe de salón les agradó que la “garzona” se quedara con ese dinero.

El balance del día fue sencillo: ¿Cuáles eran los clientes que me verían tomando agua o mate? ¿Quién se iba a alertar con mi salida por el frente del restaurante? ¿Cómo me iban a pagar el sueldo?.

En el largo rato sin hacer nada, los compañeros me contaron que en los casi cuatro meses que llevaban trabajando en el lugar, la situación era similar todos los días, siempre con pocos clientes y que ellos se iban porque las largas jornadas les impedía disfrutar de otras actividades, pues estaban descansando sólo los lunes y no tenían derecho a ni un solo fin de semana libre en el mes, prácticamente estaban viviendo para ese lugar que les proporcionaba un sueldo mínimo.

Una llamada interrumpió la conversación, era otra oferta de trabajo, esa fue la campana que me sacó del restaurante fantasma, de aquel lugar que parecía perdido en el pequeño Triángulo de las Bermudas de Chile.


Me gusta pensar que algún día volveré ahí, no a trabajar, si no para cobrar con una cena el equivalente de mi único día de trabajo, claro, ¡si antes no han cerrado el lugar por fantasma!.

6 comentarios:

  1. Bueno eso de explicarles el tema de la visa es una movida...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. !Totalmente de acuerdo! al principio me esforzaba, ya no. !El que entendió, entendió!. Nada más por hacer.

      Eliminar
  2. Todos en la historia resultaron fantasmas pasajeros!

    ResponderEliminar
  3. Mi estimada amiga, definitivamente tus choco aventuras las cuentas de una manera muy entretenida. Sigo atenta...

    ResponderEliminar
  4. Por fin me adelanté en sus relatos. Muy buenos y su merced muy tesa. Gracias por compartir estas vivencias tan íntimas. No ha sido fácil pero inspira al movimiento. Muchos éxitos y ya llegará el tiempo de la cosecha. Abrazos ^_^ la quiero y recuerdo

    ResponderEliminar